La indumentaria de los tercios. La moda militar española en el siglo XVII (1600-1650)
Àlex Claramunt Soto
Desperta Ferro Ediciones
La indumentaria y el equipo defensivo de los soldados de la Monarquía Hispánica, los célebres tercios, experimentaron una considerable evolución a lo largo del siglo XVII. En ello influyeron tanto la moda civil y sus cambiantes tendencias –pues no existían uniformes como tales–, con una acusada influencia francesa en la segunda mitad de la centuria, y las necesidades militares de unas guerras más duraderas y masivas que las del siglo anterior.
La logística de la indumentaria
Antes de entrar en materia debemos tener en cuenta unas consideraciones preliminares respecto a la vestimenta de los soldados. En primer lugar, pese a que no se introdujeron verdaderos uniformes reglados hasta la Guerra de Holanda (1672-1678), el suministro de prendas a los soldados que las necesitasen –descontadas de su paga, sin embargo– siempre formó parte de la logística de los ejércitos. La confección de dichas prendas se encargaba a sastres civiles de la provincia donde operaba el ejército, que las fabricaban en grandes cantidades. Así, por ejemplo, en 1631 la contaduría del Ejército de Flandes abonó 1.640 escudos al sastre Gaspar Vandenleenput en pago de mil “vestidos de munición” –nombre genérico del atuendo militar completo–, 2.853 escudos al calcetero Barthélemy Guisset por 2.500 pares de medias y camisas, y 786 escudos a Jan van Este y cía. por un número indeterminado de pares de zapatos.
Los vestidos de munición eran la prenda por excelencia de los bisoños, dado que, normalmente, estos llegaban a sus destinos cubiertos de harapos por las inclemencias del viaje, que solía discurrir por la agreste Saboya y los desfiladeros alpinos, siguiendo el “Camino español”, o bien a bordo de naves donde se hacinaban centenares de hombres en poco espacio y en condiciones de higiene deplorables. El soldado Domingo de Toral y Valdés, que viajó por mar a los Países Bajos desde Lisboa tras enrolarse en el Tercio de Cosme de Médici en Alcalá de Henares, lo explica en su autobiografía:
«Desembarcamos en Dunkerque por el mes de noviembre, año de 1615, tan desnudos, que los más bien vestidos iban sin zapatos, ni medias, ni sombrero, y lo común era desnudos, de tal suerte que las partes que la honestidad obliga a que más se oculten eran más patentes a la vista; y porque algunos las tapaban con las manos, los llamaron a semejanza de Adán, adanes. Sabiendo S. A. el archiduque Alberto tal miseria, la remedió luego vistiendo a todos cuantos íbamos, desde los zapatos hasta el sombrero, y los repartió por Flandes en las guarniciones y tercios».
No solo los bisoños recién llegados precisaban con frecuencia de vestiduras, sino también de armaduras. Así lo indica el alférez Lorendo de Cevallos y Arce con motivo del desembarco en Dunkerque, en 1637, del Tercio de José de Saavedra, procedente de La Coruña: “se hallaron en las 24 compañías 4.200 hombres, soldados efectivos sin los oficiales; y el dicho contador les dio algunos vestidos de munición y coseletes, que no los traían”.
Ropa y mentalidad
La vestimenta era un elemento importante en la idiosincrasia del soldado, y parece ser que, apenas ahorraban lo bastante, estos se desprendían de los aburridos vestidos de munición para procurarse ropajes coloridos conforme a su condición. Así lo explica el soldado-pícaro Estebanillo González en su presunta autobiografía novelada:
«Llegamos a Alejandría de la Palla, adonde, por ir derrotados (y no de batallas ni encuentros), nos dieron vestidos de munición, que en lengua latina se llaman vestidos mortuorios y en castellana mortajas […]; por no parecer bisoño siendo soldado viejo y habiendo hecho servicios particulares (que si es necesario me darán certificaciones y fes, por ser mercancía que jamás se ha negado a ninguno), me fingí enfermo y me fui a un hospital valiéndome del ardid del diente de ajo».
A los soldados les gustaba vestir de manera ostentosa, hasta tal punto que un documento anónimo de 1610, titulado Las órdenes que paresce que se podrian dar para restaurar la reputacion y disciplina que solia haber en la infantería española, aconseja “que se haga premática sobre la cualidad de las armas y vestidos que se hubieren de usar en la dicha infantería, pues se sabe que de la demasía y exceso que hay particularmente en esto, suceden en ella muy muchos daños e inconvenientes por quererse los unos aventajar de los otros, en el hábito y trajes, más que en el servicio y obras”. El papel incluye una réplica reveladora: “nunca entre la infantería española ha habido premática para vestidos ni armas, porque sería quitarles el ánimo y brío que es necesario que tenga la gente de guerra”. Mateó Alemán plasma un razonamiento muy parecido en la novela picaresca Guzmán de Alfarache (1599), en la que un soldado afirma:
«Quiere vuesa merced ver a lo que llega nuestra mala ventura, que, siendo las galas, las plumas, los colores, lo que alienta y pone fuerzas a un soldado, para que con ánimo furioso acometa cualesquier dificultades y empresas valerosas, en viéndonos con ellas somos ultrajados en España, y les parece que debemos andar como solicitadores, o hechos estudiantes capigorristas, enlutados y con gualdrapas, envueltos en trapos negros».
Este parecer puede hacerse extensivo a los soldados de todas las naciones europeas, y lo refleja de forma irónica un grabado publicado en Estrasburgo en 1622 y titulado El comienzo deshonesto, la peligrosa progresión y el vergonzoso final del obrero de construcción Hansen, que muestra cómo la indumentaria de un soldado se vuelve más ostentosa a medida que amasa botín, pero solo para acabar irremisiblemente reducida a harapos por la dureza de las campañas.
El primer tercio de la centuria
En las dos décadas iniciales del siglo, la indumentaria y el equipo apenas se desviaron de la moda de finales del XVI. En la parte superior del cuerpo, los soldados vestían una camisa, y sobre esta, un jubón que a su vez cubrían con un coleto de piel largo hasta la cintura, sin mangas, o bien con ropillas que podían llevar mangas o no –estas a menudo eran colgantes y tenían una función más decorativa que práctica–. La parte inferior del cuerpo se cubría con calzones que abarcaban hasta la rodilla y podían ser greguescos, de un volumen considerable, o más estilizados, acompañados siempre de medias. El calzado por excelencia eran unos zapatos de cuero con un ligerísimo tacón. También se popularizó un calcetín largo que se vestía encima de las medias y se doblaba antes de la rodilla a una altura variable.
Los arcabuceros y los mosqueteros no llevaban más armadura que el coleto y, como máximo, un gorjal para proteger el cuello. Se cubrían con sombreros de fieltro de ala ancha a menudo decorados con plumas. Los piqueros, en cambio, todavía conservaban el componente esencial de la “media armadura” de infante propia de la segunda mitad del siglo XVI, conocida como coselete. Se trata de la coraza, formada por el peto y el espaldar, dos piezas distintas ensambladas mediante correas con hebillas. En las fuentes iconográficas encontramos unos cuantos soldados protegidos con guardabrazos (piezas que cubrían los hombros), mientras que los brazales y las manoplas (que protegían los antebrazos y las manos) habían caído ya en desuso. Sí seguían siendo frecuentes las escarcelas, sujetas al peto mediante correas, para cubrir la cintura y la parte superior del muslo.
Los cascos más habituales en esta época eran el capacete y el morrión. Estos no contaban con crestas ni otros elementos decorativos, aunque sí, muy a menudo, con barboquejos acolchados que ofrecían algo de protección a los carrillos y la barbilla. La amplitud y la comba del ala de los morriones, así como la altura de estos y de los capacetes podía ser variable, con una clara tendencia hacia un casco más plano y menos puntiagudo que los morriones del siglo XVI.
Los usos hasta aquí descritos eran deudores en gran medida de la escuela militar hispano-neerlandesa, desde donde se hicieron extensivos al resto de Europa a partir de 1570. Encontramos ejemplos gráficos de gran calidad y fiabilidad contrastada en el Wapenhandelingen van Roers, Musquetten ende Spiesen (“Ejercicio de los arcabuceros, mosquetes y picas”), un manual de 1608 obra de Jacob de Gheyn II, así como también en los cuadros de Sebastian Vrancx, Joost Cornelisz Droochsloot, Pauwels van Hillegaert, Jan Martszen de Jonge y Palamedes Palamedesz, cuya aproximación naturalista contrasta con las armaduras y vestiduras arcaizantes y cortesanas de los lienzos del Salón de Reinos del Palacio del Buen retiro, realizados por artistas sin un contacto directo con el mundo militar.
La huella francesa
A partir de la década de 1630, se produjeron transformaciones merced a la creciente influencia de la moda francesa y a las transformaciones tácticas desencadenadas por Gustavo II Adolfo de Suecia. El primer supuesto conllevó la definitiva desaparición de los greguescos, que en la década de 1620 comenzaron a dejar paso a calzones más estrechos, ceñidos al muslo. Asimismo, empezaron a estilarse zapatos y botas –estas, hasta entonces reservadas a la caballería– con tacones más elevados. Dichas botas presentaban una caña muy amplia y podían llevar adornos en forma de mariposa en el empeine. Aunque nunca fueron el calzado principal de los infantes, las observamos a menudo en las obras de Pieter Snayers, pintor de batallas flamenco al servicio del cardenal infante Fernando y el mariscal Octavio Piccolomi
En las décadas de 1630 y 1640, el número de piqueros se redujo paulatinamente hasta un tercio o incluso menos de cada compañía, y desaparecieron del todo los guardabrazos. La langostera, un casco de origen oriental utilizado por la caballería en el Sacro Imperio, hizo aparición a su vez, en pequeña medida, entre los solados de a pie. En paralelo, muchos hombres comenzaron a desechar sus corazas y cascos, de ahí que, hacia 1650, nos topamos con que buena parte de las picas carecían de protecciones metálicas a pesar de lo que dictaban las ordenanzas. Los principales motivos de dicho abandono fueron la creciente eficacia de las armas de fuego, que aumentaron en calibre y potencia, y la búsqueda de una mayor comodidad por parte del soldado, que debía ser más versátil y desplazarse a mayor velocidad en guerras dominadas ahora por la caballería.
En paralelo, hizo acto de presencia una nueva prenda, la casaca, de raíces francesas y que podía ser larga hasta algo allá de la cintura –como era habitual a mediados de la centuria– o hasta las rodillas, en cuyo caso se la llamaba chamberga. Esta prenda constituyó la base sobre la que se implantaron los primeros uniformes y se hizo extensiva a los dragones y la caballería de la década de 1660 en adelante en todos los ejércitos europeos.
Al margen de los lienzos de Pieter Snayers, que son la mejor fuente para conocer la apariencia los soldados desde 1640 hasta 1660, también las obras de otros pintores flamencos, como Pieter Meulener y Cornelis de Wael, suministran excelentes ejemplos de la moda y el equipo del periodo. Lo mismo puede decirse de las pinturas del género de las salas de guardia plasmadas por artistas flamencos y neerlandeses como David Teniers el Joven, Cornelis Mahu, Jan Baptist Tijssens el Joven, Gerard ter Borch, Gillis van Tilborgh, Anthonie Palamedesz y François Duchatel, entre otros. Para las décadas de 1660 y siguientes, disponemos de los minuciosos lienzos de Adam Frans van der Maulen –el discípulo más aventajado de Snayers, al servicio de Luis XIV–, Lambert de Hondt el Joven y Pieter Wouwerman.
La moda capilar
En las décadas iniciales del siglo, abundaban aún las barbas cerradas propias de la segunda mitad del XVI y el pelo se llevaba bastante corto, aunque no rapado. Sin embargo, no tardó en imponerse la moda del bigote y la mosca, y se dejó crecer el pelo progresivamente. Desde 1630 en adelante abundaron las largas melenas, a la par que algunos soldados, por influencia francesa, mudaron el mostacho con mosca por un bigote fino y enroscado sin complemento en el mentón, moda que se iría popularizando a lo largo de las décadas de 1650 y 1660. Las pelucas, también de origen francés, no fueron habituales en los ejércitos de la Monarquía Hispánica hasta las dos décadas finales de la centuria, y siempre restringidas a la oficialidad.
La oficialidad
La indumentaria de los comandantes, al igual que la de la tropa, estaba influenciada por la vestimenta civil. Lejos de la moda comedida que imperaba en la corte madrileña, la oficialidad de los ejércitos de la monarquía privilegiaba las prendas coloridas de tela de brocado con pasamanos. El cuello y los puños de lechuguilla, populares al comienzo del siglo, cayeron en desuso en favor de la golilla y, sobre todo, del cuello de valona. Alonso de Contreras describe al detalle su indumentaria como capitán de caballería a inicios de la década de 1630: “Calcillas de gamuza cuajadas de pasamano de oro, y mangas y coleto de lo mismo, un monte de plumas azules y verdes y blancas encima de la celada, y una banda roja recamada de oro, cuajada, que, a fe, podía servir de manta en una cama.
Otro interesante ejemplo lo hallamos en los Avisos José de Pellicer, cuando en 1644 Felipe IV se vistió de soldado con ocasión de la visita al cuartel general y plaza de armas del Ejército de Cataluña, en Fraga. Los hilos de oro y plata eran habituales: “Los honró [a sus hombres] con vestirse de soldado, calzón justo, bordado de plata pasada, mangas de lo mismo, coleto de ante llano, banda roja, bordada de plata, capote de albornoz rojo, los alamares de plata pasada, espadín y espuelas de plata, valona caída y sombrero negro con plumas carmesíes”.
En el primer tercio de siglo, los oficiales solían protegerse con armaduras de tres cuartos, es decir, el arnés de caballero completo a excepción de las piezas de rodilla hacia abajo –rodilleras, grebas y escarpes–, donde vestían calzones y botas de montar. La celada con visor fue popular hasta mediados de la década de 1630 junto con la borgoñota cerrada, que ofrecían una protección completa a la cabeza. Desde los años anteriores comenzó a popularizarse la langostera, importada de Hungría. Se trata de un casco abierto, pero con buena protección merced a su cubrenuca, que le dio el nombre, unas amplias carrilleras y un protector nasal que podía comprender buena parte del rostro. El morrión y el capacete siguieron gozando de popularidad entre los mandos de infantería, en tanto que la borgoñota desapareció durante la década de 1620.
En la serie de retratos de maestres de campos que encargó el marqués de Leganés, gobernador del Milanesado y capitán general del Ejército de Lombardía, a finales de la década de 1630 observamos que todos visten ropilla y calzones de hilos dorados y plateados, con cuellos de valona y golillas, y que calzan botas de montar con adornos en forma de mariposa. Algunos se protegen con gorjal, mientras que otros optan por una búfala sobre la que portan una coraza –peto y espaldar–. Ninguno lleva casco, pero sí observamos alguna que otra langostera entre los complementos, de lo que podemos deducir que las armaduras más completas, al igual que celadas y las borgoñotas cerradas, más aparatosas, quedaron relegadas, desde finales de la década de 1630, a meros adornos estéticos para los retratos. Vendría a confirmarlo la apariencia de la oficialidad en los cuadros de Pieter Snayers.
En paralelo, el afrancesamiento se hizo patente a partir de esas fechas con la irrupción de la casaca y, a partir de la década de 1650, de jubones y ropillas más voluminosos y adornados con cintas, lazos y volantes coloridos. En los últimos veinte años se harían presentes las pelucas, largas y con tirabuzones, y los cuellos de golilla cederían su lugar a las corbatas.
Bibliografía
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