El Ejército español en Filipinas

Fernando Puell de la Villa

IU Gral. Gutiérrez Mellado, UNED

Fernando Puell de la Villa

El protagonista de este artículo será el Ejército español en Filipinas durante el último cuarto del siglo XIX y los cambios originados en su estructura a raíz de la insurrección tagala, con una breve referencia a la escueta organización militar previa al motín de 1872. De este ejército se analizará su composición humana, su estructura orgánica, sus cometidos y sus peculiaridades. Sin embargo, se procurará evitar en lo posible cualquier referencia a las operaciones militares de 1896 y 1897, salvo cuando esto sea imprescindible para la perfecta comprensión de determinadas decisiones que afectaron a su organización o reclutamiento.

Nuestra penuria historiográfica en lo tocante a temas militares suele ser habitual, por lo que no causa sorpresa comprobar que es muy poco lo publicado sobre el ejército colonial de Filipinas en las últimas décadas. Sí extraña, por el contrario, constatar la escasez de lo escrito por militares decimonónicos, quienes con tanta prodigalidad solían abordar cualquier aspecto relativo a la vida castrense. Frente a los cientos de oficiales que publicaron obras sobre los ejércitos peninsular y cubano durante la Restauración, sólo una veintena se esforzó por dejar constancia de su experiencia personal en la lejana y desconocida colonia. Resulta todavía más sorprendente que, de los 50 libros escritos por ellos, únicamente doce traten temas específicamente castrenses –una recopilación legislativa, un manual para cabos y sargentos, nueve obras de carácter histórico y otra costumbrista–, descontados otros 24 artículos aparecidos en revistas profesionales. El resto de las obras fueron estudios médicos y geográficos.

Tras estas contadas publicaciones, referenciadas en la nota bibliográfica final, la historiografía española descuidó el tema casi por completo. Autores extranjeros –casi todos ellos norteamericanos o filipinos– tomaron el relevo y publicaron una docena de obras sobre diversos aspectos de la lucha por la independencia, que aportan algunas novedades de interés para la historia militar de Filipinas. También, con ocasión de la conmemoración del 98, la Cátedra General Castaños de Sevilla dedicó las VII Jornadas Nacionales de Historia Militar al Archipiélago, cuyas actas se editaron en 1997. Esta interesante aportación truncó un vacío centenario, sólo interrumpido por el breve y crítico trabajo de Ramón Muñiz Lavalle sobre la política imperialista norteamericana en el área del Pacífico, publicado en 1936, que incluía un certero análisis sobre la organización militar de los años postreros de la dominación española.

 
Organización militar del Ejército español en Filipinas previa a la insurrección

Madrid no se ocupó gran cosa de su única posesión asiática, ni siquiera desde que Fernando VII, después de la emancipación americana, decidió convertir al gobernador de Manila en capitán general, sintetizando en una sola autoridad atribuciones civiles y militares.

El Archipiélago había estado sujeto a jurisdicción castrense desde el momento del descubrimiento. La representación del Estado se encomendó a los marinos hasta 1717 y después a generales del Ejército de Tierra, en concordancia con el dicho que los militares solían repetir con frecuencia en sus escritos: “El Ejército es el único grupo que garantiza la presencia efectiva de España en Filipinas”.

El colaborador militar más inmediato del capitán general recibía el título de segundo cabo, un general de dos estrellas que compatibilizaba el cargo de gobernador militar de Manila con la subinspección de las tropas de Infantería, Caballería, Guardia Civil y Carabineros distribuidas por todo el Archipiélago. Como órgano de coordinación y asesoramiento para ambas autoridades existía un Estado Mayor, con sedes en Manila, Cavite, Zamboanga y Marianas, constituido por cinco secciones: organización, administración, personal, justicia y reclutamiento.

En 1840, el territorio se compartimentó en tres distritos –Luzón, Mindanao y Visayas– puestos bajo la dirección de generales de brigada, de los que dependían 25 gobiernos y 13 comandancias político-militares a cuyo frente estaba un militar. Su categoría dependía de la extensión y población del territorio encomendado; por ejemplo, el gobierno de Cavite correspondía a un general de brigada, el de las Marianas a un comandante, el de Batán a un capitán y la comandancia de Masbate a un teniente.

Los jefes y oficiales que ocupaban estos destinos ejercían atribuciones semejantes a las de los gobernadores civiles de las provincias peninsulares, lo que les facultaba para nombrar a los alcaldes de las poblaciones del territorio. También tenían jurisdicción sobre las tropas estacionadas en el mismo. La única otra instancia que les hacía competencia era la eclesiástica, con la que mantenían frecuentes conflictos.

Las autoridades político-militares, con un magnífico sueldo, dependían directamente del capitán general, quien distribuía libremente gobiernos y comandancias entre los jefes y oficiales de Infantería o Caballería que llevaran más de tres años destinados en alguna unidad del Archipiélago, conocieran los usos y costumbres de los naturales del país y se hubieran distinguido por sus servicios en Ultramar.

El rasgo más llamativo de la organización específicamente militar era el férreo control ejercido desde Manila sobre las unidades de guarnición en el Archipiélago. No deja de ser sorprendente esta centralización en un territorio caracterizado por la dispersión y diversidad geográficas del previsible teatro de operaciones y la ausencia de buenas vías de comunicación. Además, el mando sobre las unidades armadas lo ejercía el capitán general a través del general segundo cabo; delegación de funciones de muy dudosa eficacia, pues dicha autoridad carecía de movilidad, anclado como estaba al Gobierno Militar de Manila.

Otra característica singular de aquel ejército era que todas sus unidades se nutrían de tropas indígenas, puestas bajo el mando de oficiales peninsulares. Incluso las tropas de Ingenieros, aunque dependían de su propio general subinspector, jefe de la Plana Mayor Facultativa del Cuerpo, estaban organizadas de forma similar a las de Infantería. Sólo el Regimiento de Artillería disponía de tropa peninsular, desde que fue disuelto el regimiento indígena en 1872, a raíz del amotinarse parte de su personal en Cavite.

Infantería constituía el grueso de la organización castrense. Se articulaba en siete regimientos: Legazpi n.º 68, Iberia n.º 69, Magallanes n.º 70, Mindanao n.º 71, Visayas n.º 72, Joló n.º 73 y Manila n.º 74, mandados por tenientes coroneles e integrados por una plana mayor y seis compañías. Como podrá observarse, en realidad de regimientos sólo tenían el nombre, pues su plantilla apenas superaba la de un batallón convencional. La fuerza en revista era de 796 hombres, lo que arrojaba un escueto total de 5.572 infantes para guarnecer aquella inmensa y desperdigada colonia, de los que sólo los cuadros de mando y la mitad de las clases de tropa eran peninsulares.

En circunstancias normales, los regimientos permanecían concentrados: cuatro acuartelados en la bahía de Manila, formando media brigada al mando de un coronel, y los restantes desplegados como guarnición en diversas plazas fuertes de las Visayas y Mindanao, en cuya capital, Zamboanga, residía el jefe de la segunda media brigada.

Un único escuadrón de lanceros, compuesto por 171 hombres y estacionado también en Manila, representaba al Arma de Caballería.

Artillería tenía mayor peso específico: un regimiento de dos batallones, uno en Manila y otro en Cavite. Cada uno de ellos con cinco baterías –compañías se llamaban entonces– a pie y una de montaña. Salvo un reducido número de soldados indígenas, encargados de los servicios de acuartelamiento más penosos y distribuidos entre las diez compañías a pie, los restantes 1.610 artilleros procedían de la Península.

El Cuerpo de Ingenieros, que proyectó gran parte de las obras públicas realizadas en el Archipiélago, contaba con dos mínimas comandancias facultativas, que dirigían los trabajos ejecutados por cuatro compañías de obreros indígenas mandados por oficiales de Infantería. Eran 384 hombres dedicados básicamente al mantenimiento de las fortificaciones de Manila y Cavite, más la reparación de las vías de comunicación que enlazaban ambas plazas fuertes. Cuando se abordaban obras nuevas, las citadas compañías se reforzaban con otros 560 hombres que permanecían de reserva en sus aldeas.

Aparte de estas tropas, de unos cuantos oficiales de los Cuerpos Jurídico y Castrense y del aparato técnico y burocrático de Administración Militar, Sanidad y Veterinaria, al capitán general le daban escolta 25 peninsulares armados con alabarda, seleccionados entre la tropa del Regimiento de Artillería desde que la Sección de Alabarderos fue disuelta en 1874, nueva prueba de la desconfianza hacia el soldado indígena provocada por el motín de Cavite.

Para tareas de orden público se disponía de tres tercios de la Guardia Civil y del llamado Resguardo de Carabineros de Filipinas. La Guardia Civil, integrada también por naturales del país, se ajustaba a la organización característica del Instituto. Muy dispersa, se estructuraba en seis distritos, 16 líneas e infinidad de puestos. Los 222 oficiales, sargentos y cabos europeos tenían bajo su mando a dos sargentos primeros, 16 segundos, 64 cabos primeros y 1.856 guardias indígenas. Además, existía otra sección de la Benemérita, denominada Guardia Civil Veterana, que tenía a su cargo la conservación del orden público en Manila y sus arrabales.

Los Carabineros, con cuatro comandancias y doce compañías, trataban de impedir la entrada de géneros de contrabando, patrullando la costa con unas cuantas lanchas de vapor, más numerosas falúas y botes de vela. Como en los casos anteriores, el Estado confiaba dicha labor a los indígenas: un total de 1.871 hombres, dirigidos por 80 mandos peninsulares.

Hasta finales del siglo XVIII no existió fuerza marítima permanente. En la última década de dicho siglo, se organizó una escuadrilla de pequeñas embarcaciones para combatir a los piratas moros de Mindanao y Joló y se trasladó a Manila el astillero de San Blas de California. Sin embargo, tanto la flotilla como el astillero se pusieron bajo el mando directo del gobernador militar de la plaza.

Por esta razón, cuando poco después se ordenó establecer una estación naval en Luzón, los marinos prefirieron alejarse de la capital y construyeron el arsenal en Cavite, una insegura punta de arena a la entrada de la bahía de Manila. La elección de Cavite como base naval fue bastante desafortunada, pues era indefendible por tierra y por mar. En numerosas ocasiones durante el siglo XIX se propuso, sin éxito, trasladarla a la bahía de Subic, al mismo lugar donde Estados Unidos estableció la base aeronaval más importante de Extremo Oriente al término de la Segunda Guerra Mundial, sólo superada en el área del Pacífico por las de San Diego y Pearl Harbour.

La fuerza naval permanente la integraron durante buena parte del siglo XIX doce lanchas cañoneras y otras doce falúas, con el cometido de controlar los pasos más frecuentados por los piratas del sur de Mindanao y del sultanato de Joló. Despliegue realmente insuficiente y hasta ridículo, si se observa el espacio marítimo asignado.

Desde Madrid pareció ignorarse que el papel de la Armada era vital para la supervivencia de la colonia, y que el teatro de operaciones sería obligadamente marítimo en caso de producirse un conflicto bélico con otra potencia. Quizá nuestra peculiar historia militar decimonónica obligó a recompensar con el gobierno del Archipiélago a determinados generales del Ejército de Tierra, independientemente de sus dotes políticas, su conocimiento de los problemas coloniales y su experiencia en operaciones navales.

Características del mando y de la tropa

La ley exigía que todos los destinos militares del Archipiélago se cubrieran con personal profesional voluntario, con el compromiso de permanecer en las islas durante un plazo mínimo de seis años, pero nunca abundaron oficiales dispuestos a marchar a las antípodas para ponerse al frente de tropa tan peculiar como la de aquellas unidades. Por ello, para alentar a los peticionarios, se asimiló su sueldo al de los funcionarios civiles, lo que representaba más del doble de la cantidad que cobraban en la Península, pagado además en moneda fuerte –pesos de oro– de donde resultaba otro sabroso sobresueldo. Sin embargo, las evidentes ventajas económicas no lograron motivar a la oficialidad, más propensa a marchar a las Antillas, en cuyos destinos gozaba de sueldos similares, el ambiente era mucho más europeo y el plazo de mínima permanencia inferior.

La carencia de candidatos condujo a que se autorizara dotar dichos destinos en plaza de superior categoría. Quería decir esto que una vacante de comandante, por ejemplo, podía ser cubierta por capitanes con más de tres años de antigüedad. Para apreciar el significado real de esta medida debe considerarse que, en condiciones normales, su ascenso podía demorarse otros doce años y que marchaban asimilados a jefes de negociado de segunda clase, con un sueldo de 1.000 pesos de oro anuales, cuando su retribución habitual era de 3.000 pesetas. Además, a los tres años de permanencia en Filipinas, eran elegibles para ocupar gobiernos político-militares, cuya retribución mínima ascendía a 2.147,50 pesos.

Independientemente de la lejanía del territorio y de los perniciosos efectos que el clima obraba sobre los europeos, la causa fundamental de su reticencia a solicitar destino en el Archipiélago era la naturaleza de la tropa que se verían obligados a manejar. Según los testimonios disponibles, la oficialidad española sentía grandes prejuicios a la hora de mandar hombres con los que les era prácticamente imposible establecer contacto, tanto por su falta de conocimientos de la lengua castellana, como por su carácter cerrado e imprevisible.

El indio es incomprensible, inexplicable –se quejaba el teniente general Primo de Rivera en la Memoria que dirigió al Senado en agosto de 1898–: hasta los frailes que llevan aquí 20 o más años, y poseen el idioma, y los oían en confesión, han sido sorprendidos por sucesos, hechos y manifestaciones del carácter del indígena, que los trae confusos y desconcertados. El indio no quiere ni tiene motivos para querer al español, es con él reservado y sin afectos, y lo que en nuestro ejército peninsular consigue un jefe de tacto y de alma, haciendo de un batallón lo que se llama un solo hombre, no se consigue aquí, porque no hay forma de engendrar cariño donde no hay trato ni inteligencia posible.

Este cúmulo de factores ocasionó que una notable proporción de los militares que solicitaban destino a Filipinas acudiera a las islas para enriquecerse y que su calidad humana no fuera la más adecuada para desempeñar el puesto con la dedicación y honradez necesarias. Además, los mandos inferiores fueron desempeñados con mucha frecuencia por oficiales de la Escala de Reserva –procedentes de las clases de tropa– que solían terminar al frente de gobiernos y comandancias político-militares, donde su precaria formación cultural y profesional tenía lamentables repercusiones sobre la vida cotidiana de la población.

Por desgracia –se lamentaba el capitán general Rafael Izquierdo en 1872, al comentar cuánto había decaído el prestigio de España entre los filipinos– este sentimiento de respeto ha ido perdiéndose, siendo causa principal de ello los abusos, el mal ejemplo, el desprestigio en que algunos españoles de todas clases y en todos tiempos han hecho caer el nombre español.

Pese a todo ello, el manifiesto malestar de buena parte de la población tagala a finales del siglo XIX obedeció principalmente a la labor subversiva del clero indígena, crispado por la prepotencia y desprecio de los frailes peninsulares, sumada a la propaganda de los filipinos educados en España, que ambicionaban para sí las prebendas reservadas a los peninsulares, cuya codicia se encargaban de resaltar.

La masiva sublevación de 1896, asumido su importantísimo trasfondo anticlerical –principal argumento esgrimido por la Katipunán para lograr adeptos–, podría también atribuirse a la nefasta política de selección del personal militar practicada, tanto a la ya comentada sobre la designación de los mandos como a la utilizada para reclutar a la tropa.

El Reglamento de Reclutamiento y Reemplazo, publicado en 1864 y que no sufrió reformas de fondo hasta 1898, estableció el alistamiento de todos los «indígenas, mestizos y oriundos», solteros, viudos y casados sin hijos, e incluso los casados con hijos, si el matrimonio había tenido lugar antes del alistamiento, comprendidos entre los dieciocho y los veinticinco años.

El capitán general fijaba el número de hombres que debían reclutarse cada año y el Estado Mayor establecía el cupo correspondiente a cada gobierno y comandancia político-militar, en cuyas cabeceras se efectuaba el sorteo y se concentraba el contingente asignado.

Los reclutas se trasladaban después a Manila, donde se les distribuía por regimientos. En estos debían permanecer ocho años, con escasas esperanzas –por meros imperativos geográficos– de regresar a su aldea hasta el momento de ser licenciados. Sólo los «oriundos» –llamados así los descendientes de español por ambas ramas– podían ascender a cabo, ocupando plaza europea.

La tropa quedaba desarraigada de su lugar de origen, trasladada desde un ambiente rural a otro urbano, obligada a ir vestida y calzada en todo momento y totalmente desconocedora del idioma de los castilas, que la mandaban. La mayor parte del tiempo de servicio los soldados permanecían ociosos, debido al carácter estacionario de las guarniciones, y muy a menudo se veían obligados a vivir en territorios poblados por otra raza distinta y hostil.

Esta serie de circunstancias provocó una endémica y altísima tasa de deserción en el Ejército español en Filipinas, agudizada en los años previos a la insurrección. No debe causar extrañeza, por tanto, que los soldados afrontaran el riesgo de huir del cuartel e intentaran regresar a su aldea, aun a riesgo de saberse condenados a permanecer para siempre ocultos en la selva, al amparo de familiares y amigos.

Es posible influya en ellos –afirmaba uno de sus mandos como justificación del exceso de desertores– la falta de la babay (mujer), pero es su idiosincrasia la determinante y lo que le hace obrar en esta forma para nosotros incomprensible.

Interrelación entre los movimientos insurrectos y la orgánica militar

Varias veces a lo largo del siglo XIX se habían producido movimientos sediciosos en el Archipiélago; más concretamente en la isla de Luzón, la única colonizada en su totalidad y cuya población estaba formada mayoritariamente por individuos de la etnia tagala, casi todos ellos bautizados, escolarizados y con cierto conocimiento de la cultura europea, en comparación con otros territorios de la colonia.

Los dos levantamientos más importantes, por sus consecuencias sobre la organización militar, fueron el protagonizado por el capitán Novales en 1823 y el llamado motín de Cavite de 1872. Ambas asonadas originaron importantes cambios orgánicos, a consecuencia de haberse implicado en la rebelión una parte sustancial de la guarnición militar existente en cada momento.

La principal consecuencia de la sublevación de 1823, relacionada con el proceso de emancipación americano y liderada por un oficial criollo, fue la desaparición del modelo de ejército que había guarnecido Filipinas durante el siglo XVIII, remedo del instaurado por los Borbones en América y cuya falta de eficacia para solventar crisis coloniales había quedado patente. Esta organización se basaba en situar unidades de las llamadas “fijas” en las principales plazas fuertes, cuyos mandos y tropa se reclutaban habitualmente entre la población de la propia ciudad, y encomendar la defensa de las costas a milicias urbanas movilizables, con escasa o nula instrucción militar.

Los factores determinantes del motín de 1872 fueron la exaltación democratizadora del Sexenio, la labor subversiva del clero filipino y la falta de fiabilidad de la tropa indígena. Sus cabecillas, dos tenientes españoles que cumplían condena en el castillo de Cavite secundados por un sargento indígena, amotinaron a los artilleros e infantes de marina de la guarnición y asesinaron al gobernador. Al no apoyarles la tropa del regimiento de Infantería, que logró controlar su teniente coronel, se atrincheraron en el fuerte de San Felipe, donde, a la mañana siguiente, tropas de Manila lograron reducirles y ejecutar a los cabecillas.

El incidente se resolvió con relativa facilidad y el capitán general no se planteó la necesidad de pedir refuerzos a la Península. Tampoco se creyó necesario hacerlo en 1884, con ocasión de la revuelta de Pangasinán, ni por el asesinato del gobernador de las Marianas pocos meses después. No obstante, los capitanes generales se sirvieron de esta serie de incidentes para exponer al gobierno la conveniencia de modificar el sistema de reclutamiento y aumentar el contingente peninsular. La decisión de incorporar soldados europeos para cubrir las plazas del Regimiento de Artillería fue el único resultado de sus pesimistas argumentaciones.

En 1890, Weyler logró someter al dominio español la isla de Mindanao, operación planificada y en suspenso desde hacía treinta años. Ante la necesidad de establecer guarniciones permanentes en diversos puntos de aquella costa, el gobierno le autorizó a organizar dos nuevos regimientos de Infantería –los provisionales de Filipinas números 1 y 2– y a integrar en un batallón las dos compañías disciplinarias creadas en 1885. Pero Madrid no consintió gravar el presupuesto colonial con nuevos refuerzos peninsulares.

Sólo en 1896, se dotó presupuestariamente la tantas veces reclamada reorganización. La plantilla de los siete antiguos regimientos de Infantería casi se triplicó, hasta llegarse a un contingente total de 13.071 soldados. Para encuadrarlos, se creó un segundo batallón en cada regimiento, nutrido con la tropa que integraba las recientemente organizadas unidades provisionales, que desaparecieron.

El Escuadrón de Lanceros se transformó en regimiento, con tres escuadrones y 470 plazas. El Regimiento de Artillería conservó sus dos batallones, que encuadraban a 1.648 peninsulares, pero de cada uno de ellos se segregó una batería a pie y la de montaña, con las que se organizó otro Regimiento de Artillería de Montaña, cuya plantilla era de 567 hombres. Dos nuevas compañías de Ingenieros se agregaron a las cuatro preexistentes y su plantilla se elevó a 1.288 soldados indígenas, lo que prácticamente cuadruplicaba la anterior. También se creó una brigada de tropas de Administración Militar y otra de Sanidad.

En conjunto, incluyendo guardias civiles y carabineros, la reorganización de 1896 –a medio implantar cuando comenzó el movimiento insurrecto– contemplaba un incremento global del 40 por ciento en la guarnición del Archipiélago, que quedó establecida en 21.591 hombres, de los que sólo 3.005 procedían de la Península.

Este notable incremento trajo como consecuencia la necesidad de duplicar el cupo de reclutas asignado a cada poblado, gravamen que iba a recaer una vez más, casi en exclusiva, sobre los tagalos de Luzón, etnia de procedencia de la mayor parte de los indígenas que servían en el Ejército, y más en particular sobre aquellos que no gozaban del favor de los frailes.

La mayor presión reclutadora, las injusticias en la confección del alistamiento, más el traslado de numerosos soldados a las nuevas guarniciones de Mindanao, acosadas por los mahometanos, son importantes factores a tener en cuenta en la génesis del movimiento insurrecto de 1896.

Además, el aumento de plantilla produjo nuevas vacantes en los endémicos cuadros de mando con la obligada consecuencia de disminuir su ya precaria calidad, lo que evidentemente incidió en un mayor desprestigio de lo peninsular ante la población tagala. Ambos factores, pese a que no fueron tenidos en cuenta en los informes elaborados por los responsables de la colonia, ni apreciados en los análisis realizados por los observadores del proceso independentista, merecerían ser objeto de investigación más detallada, que ayudaría a esclarecer las causas del amplio apoyo popular prestado por los tagalos a una conspiración minoritaria, gestada en logias que sólo congregaban a unas pocas docenas de intelectuales, pero cuyo principal respaldo lo recibieron de los núcleos rurales esparcidos por la selva.

Consecuencias de la rebelión tagala de 1896

Los servicios de inteligencia estimaron que al menos 20.000 tagalos estaban implicados en la conspiración iniciada en la madrugada del 20 de agosto de 1896. La guarnición del área de Manila se limitaba a 300 artilleros europeos y 2.500 soldados indígenas, cuya fidelidad era cuestionable. La virulencia y rápida propagación del levantamiento obligaron a declarar el estado de guerra en el Archipiélago, solicitar el envío de 1.000 soldados desde la Península «en previsión de serios acontecimientos», ordenar la inmediata incorporación de los 4.000 hombres destacados en Mindanao y organizar un Cuerpo de Voluntarios, reclutado entre los españoles residentes en la capital.

Cánovas había ya enviado casi 190.000 hombres a Cuba, la mitad de ellos en el primer semestre de aquel año, pero respondió con rapidez y largueza a la petición de auxilio del general Blanco.

El embarque de tropas expedicionarias se inició inmediatamente. Primero partieron dos batallones de Infantería de Marina, tres de Cazadores y un grupo de Artillería, que encuadraban 5.450 reclutas recién incorporados, cuya instrucción hubo de improvisarse durante la travesía. Días después embarcaron 1.051 soldados del Batallón Expedicionario de Cazadores de Filipinas n.º 1, compuesto por soldados de reemplazo procedentes de 26 distintas unidades de Infantería, que se habían ofrecido voluntarios para marchar a Ultramar. Con ellos se enviaron 6.000 fusiles Remington para armar a los voluntarios, 400 cajas de pólvora y 4.000 granadas de cañón.

Al tiempo que arribaban a Manila los primeros contingentes expedicionarios se hizo realidad la principal preocupación del mando del Archipiélago. En la madrugada del 28 de septiembre, la 3.ª compañía del Batallón Disciplinario, destacada en Mindanao, asesinó a sus jefes y se sumó a la insurrección con todo su armamento.

Dos semanas después se descubrió que el Regimiento Legazpi n.º 68, el de mayor tradición y antigüedad en aquel ejército, que se encontraba guarneciendo la isla de Joló, había estado a punto de sublevarse. Buena proporción de su tropa se declaró katipunera y juramentada para degollar a los europeos, con la complicidad de cabos y sargentos.

Al día siguiente, el 15 de octubre, se produjo otro grave percance, esta vez en las inmediaciones de Manila: 20 soldados, pertenecientes al Regimiento Magallanes n.º 70, que prestaban servicio en uno de los polvorines de la capital, desertaron en masa, llevándose las cajas de munición que pudieron transportar, tras asesinar al sargento y cabo que los mandaban.

Estos sucesos aterrorizaron a los residentes españoles, la mayoría de ellos localizados en Manila. Sin información precisa sobre su verdadero alcance, se corrió la voz de que los batallones indígenas se unían en masa a los rebeldes, tras degollar a sus mandos y a cuantos europeos encontraban.

Para hacer frente a la incierta situación, Blanco decidió concentrar sus fuerzas en las dos principales plazas fuertes de las islas –Manila y Cavite–, a cuya defensa asignó también los recién desembarcados batallones expedicionarios.

Llegados todos los refuerzos prudentemente posibles de Mindanao –telegrafió el 30 de septiembre al ministro de la Guerra–, con los cuales dispuse en Luzón de tres Regimientos de Infantería indígenas, seis Compañías de Artillería, dos de Ingenieros, dos Escuadrones y la Guardia civil, en total 6.000 hombres. Mi deseo era, y sigue siendo, localizar la insurrección en la provincia de Cavite.

La forzosa inactividad de las tropas peninsulares y la insistencia del general Blanco en dar mayor protagonismo a las unidades indígenas aconsejaron, entre otros factores, su relevo. Cánovas optó por no dar publicidad a su cese, pero decidió encomendar las operaciones al general Polavieja y enviar otros 10.000 soldados al Archipiélago.

Lo más característico de los cuatro primeros meses de la rebelión –con Blanco al frente de la Capitanía General– fue la ausencia de cualquier tipo de reforma o retoque en la organización militar del Archipiélago. Por contraste, el rasgo más distintivo del corto período de gobierno de Polavieja, iniciado el 14 de diciembre de 1896 y traumáticamente concluso poco más de tres meses después, sería la conversión del estacionario ejército insular en otro de maniobra, enfocado hacia las necesidades operativas y prestando menor atención a la defensa de las plazas fuertes.

Polavieja contaba para ello con el compromiso gubernamental de asignarle otros 10.000 hombres. El refuerzo lo acordó el Consejo de Ministros del 18 de noviembre, lo conoció el general al hacer escala en Suez y se materializó en el envío de siete nuevos batallones, que embarcaron entre el 17 y el 20 de diciembre y fondearon en la bahía de Manila el 18 de enero de 1897. Así, al hacerse cargo de la Capitanía General, disponía de casi 50.000 hombres, de los que más de la mitad eran europeos. Sobre esta base, se dispuso a reestructurar en profundidad la organización, composición y despliegue de sus tropas.

Problema más acuciante era neutralizar la alarma social provocada por el goteo de soldados y guardias civiles que se pasaban con armas y municiones al campo insurrecto. Los mandos exigían el desarme de los nativos y los frailes y residentes vivían amedrentados, daban oídos a los rumores más disparatados y transmitían su inquietud y sus exageradas cábalas a la Metrópoli, donde la prensa se hacía eco de estas sin preocuparse por confirmar su certeza.

Polavieja, al tiempo que se esforzaba por calmar los ánimos e informar puntualmente del número de deserciones habidas –la cifra real no era tan alarmante: 30 soldados y 39 guardias civiles durante la primera quincena de diciembre– prefirió, en lugar de desarmar a los indígenas, utilizar sus latentes conflictos étnicos. Con ese objetivo, ordenó la recluta de voluntarios en regiones de raza distinta a la tagala y los encuadró en batallones independientes: «medida previsora, que a la par de demostrar confianza en los elementos del país, ahondaba las divisiones entre tagalos y visayos, pampangos e ilocanos».

Las autoridades locales recibieron instrucciones de hacer correr la voz de que los insurrectos despreciaban al resto de las etnias y remarcar que sólo figuraba la leyenda «República tagala» en los documentos y símbolos de la Katipunán. Poco después, 2.300 voluntarios desfilaban por las calles de Manila, proclamando que estaban ansiosos por luchar a muerte contra los tagalos.

El grueso de la fuerza europea –unos 12.000 hombres–, bajo el mando del general Lachambre, hombre de confianza de Polavieja, se integró en una división para operar en la provincia de Cavite. Otros 7.000, aproximadamente, se distribuyeron en dos comandancias generales, una encargada de controlar la provincia de Manila y otra los territorios centrales de la Isla de Luzón.

La división Lachambre estuvo formada por once batallones expedicionarios y dos regimientos indígenas, más 2.000 voluntarios filipinos a pie. Además se le agregó la práctica totalidad de la artillería disponible en el Archipiélago, así como las tropas de caballería e ingenieros.

La capacidad organizativa de Polavieja se dejó sentir en el notable aparato de apoyo logístico que puso en marcha antes de iniciar la campaña. Articulada la división en tres brigadas, más otra de reserva y un núcleo de tropas divisionarias, asignó a cada una de aquellas un «centro para aprovisionamiento, municiones y hospital», que contaba con 200 porteadores, 137 carros, 200.000 raciones, 1.220.000 cartuchos, 800 disparos de cañón y 100 camas de hospital. Dichos centros se abastecían en una base de operaciones, situada a retaguardia, donde se almacenaron otras 100.000 raciones, 1.000.000 de cartuchos, 400 cajas de pólvora y 1.200 granadas de cañón.

Aunque se logró batir a los rebeldes y los hermanos Aguinaldo se replegaron a la zona más abrupta de la provincia de Cavite, el general Lachambre advirtió a Polavieja de que la insurrección continuaba viva y de que era arriesgado avanzar sin dejar tropas en el territorio ocupado. El capitán general reclamó otros 25.000 hombres encuadrados en 20 batallones, pero Cánovas se negó a enviárselos y el 7 de marzo Polavieja presentó la dimisión, alegando que padecía paludismo. Para disuadirle, el gobierno le ofreció un batallón de Infantería de Marina y 6.000 reclutas procedentes del voluntariado, pero el día 21, con el dictamen favorable del Tribunal Médico de Manila, solicitó ser trasladado con urgencia a la Península.

La última reorganización

Mientras llegaba su relevo, Polavieja reorganizó la división Lachambre y ordenó reanudar las operaciones. Pacificada en apariencia la provincia de Cavite, se concedió el indulto a cuantos entregaran las armas y regresaran a sus pueblos. La división se disolvió y sus unidades se distribuyeron entre multitud de pequeñas poblaciones de la provincia de Cavite y del centro de la isla de Luzón, como la de Baler, que después alcanzaría tanto renombre. Ésta será la última reorganización del Ejército español en Filipinas, basada en la ocupación física del territorio por pequeños destacamentos, articulados en comandancias de carácter estacionario.

Su principal misión –rezaba la Orden General de 12 de abril de 1897– será limpiar de rebeldes sus respectivas demarcaciones. […] Atraerán por todos los medios posibles a los que se hallan en el campo insurrecto, para lo cual mantendrán una exquisita vigilancia a fin de que las tropas hagan fuego únicamente a los que se presenten de manera hostil, favoreciendo la reconstrucción de los poblados en los puntos convenientes con arreglo a lo dispuesto.

El territorio de Cavite, donde se habían desarrollado los combates, se compartimentó en cuatro sectores, asignados a otras tantas brigadas. Sus cabeceras se ubicaron en Taal, Silang, San Francisco de Malabón e Imús, y a cada una de ellas se les asignó una batería, una sección de Ingenieros, otra de transportes y un hospital. Los voluntarios y los soldados regulares indígenas se distribuyeron entre los nueve batallones de cazadores y el de infantes de marina que guarnecían los tres primeros puestos, pero la defensa de Imús, principal reducto rebelde, se encomendó a tropas peninsulares exclusivamente.

Fernando Primo de Rivera, nombrado para relevar a Polavieja, partió de Barcelona el 27 de marzo, convencido, con el Gobierno, de que su misión consistiría en calmar los ánimos, impartir perdón y reemprender la misma rutina que había caracterizado su mandato anterior. Durante la travesía, concretamente al hacer escala en Singapur, leyó nuevos telegramas que confirmaban lo anterior.

No obstante, cuando el 23 de abril se hizo cargo de la Capitanía General pudo advertir que la insurrección continuaba viva: en Cavite, afirmó, «somos dueños únicamente del terreno que pisamos». Los jefes de distrito le informaron de que Aguinaldo contaba con más de 25.000 tagalos y que disponía de unas 1.500 armas de fuego. En la Memoria que leyó en el Senado tras su relevo resumió así la situación: «Los insurrectos contaban con las simpatías, con la adhesión hasta el sacrificio, de los habitantes de la zona ocupada y de muchos residentes en Manila y otros puntos».

No se comprende, por tanto, que se limitara a ordenar que las unidades no abandonaran los puestos asignados, se ocuparan de mejorar las condiciones de vida y alojamiento de las tropas y actuaran sólo cuando los rebeldes se vieran obligados a acercarse a los poblados en busca de víveres. Durante siete meses se mantuvo la situación de inactividad; incluso se repatriaron tropas peninsulares y se concedió la licencia a los voluntarios indígenas reclutados por Polavieja, pese a continuar produciéndose combates esporádicos al norte de Manila y en Cavite.

Sin embargo, en octubre de 1897, tras el asesinato de Canovas, Primo de Rivera reemprendió las operaciones, dando muestras de un inusitado talante combativo. No hay explicación documentada sobre tan repentino y sorprendente cambio de actitud, producido precisamente en momentos en que los liberales parecían querer interrumpir la sangría de hombres y pesetas que suponía la prolongación de la guerra y él mismo presentaba la dimisión protocolaria al nuevo gobierno.

Su decisión podría atribuirse a haber finalizado la estación de lluvias, que tantas bajas causaba entre los soldados peninsulares. Pero esta hipótesis no justifica que llevara meses desprendiéndose de soldados españoles aclimatados y de voluntarios indígenas veteranos, unos y otros difícilmente reemplazables.

No obstante, reemprender las operaciones exigía cubrir estas plazas, y habiendo afirmado públicamente antes de abandonar Madrid que no solicitaría refuerzos, siguió los pasos de Polavieja y recurrió a reclutar voluntarios indígenas para «operar en combinación con las fuerzas regulares del Ejército». La recluta se efectuó en Luzón, Visayas y Mindanao entre hombres de dieciocho a cincuenta años, con el compromiso de no prestar servicio fuera del término municipal de su lugar de residencia. Las recompensas ofrecidas –exención de servicios personales, locales y militares, para ellos y sus hijos, así como del pago de impuestos, más la concesión en propiedad de parcelas de cinco hectáreas a los que permanecieran movilizados más de seis meses– atrajeron a 21.000 filipinos, de los que sólo ocho desertaron entre octubre de 1897 y marzo de 1898.

El 6 de diciembre, ordenó que la columna del general Castilla intentara aislar a Aguinaldo en los montes de Biyacnabató, al norte de la provincia de Manila. Como es bien conocido el objetivo se logró y el generalísimo, copado en un territorio donde era prácticamente imposible la supervivencia, capituló a cambio de una compensación económica y el salvoconducto para abandonar Luzón.

En Manila, sin embargo, muchos consideraron que el cese de la resistencia tagala se debió más al éxito del reclutamiento de voluntarios, sumado al agotamiento de los rebeldes, que a las propias operaciones militares.

Luzón permaneció en aparente calma hasta la declaración de guerra por los Estados Unidos en marzo de 1898. Primo de Rivera dedicó esos tres meses a urgir de Madrid la total reorganización del ejército permanente de Filipinas, y a desaconsejar cualquier tipo de concesiones políticas: «Ofrecer hoy reformas sería inútil, pelean por la independencia».

Su proyecto, expuesto en varias cartas al nuevo ministro de la Guerra, era mantener unos 7.000 soldados peninsulares encuadrados en compañías de cazadores y granaderos, que formaran parte integrante de los batallones indígenas, y disolver los antiguos regimientos para cubrir el riego de la deserción masiva de 1.800 hombres con todo su armamento. El Gobierno consideró el plan propuesto de «tal entidad y tanta trascendencia» que optó por no hacer nada hasta que la colonia recuperara la tranquilidad perdida.

Sin embargo, sí decidió aceptar la protocolaria dimisión presentada cinco meses antes y enviar para relevarle a Basilio Augustin, que se incorporó a Manila el 9 de abril. Apenas había tenido éste ocasión de conocer las complejidades del cargo, cuando la flota yanqui destruyó a la española frente al arsenal de Cavite.

 

Publicado en M.ª Dolores Elizalde Pérez-Grueso, ed. (2003). Las relaciones entre España y Filipinas. Siglos XVI-XX. Madrid-Barcelona: Casa Asia-CSIC, pp. 189-206.
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